martes, abril 21, 2015

Reseña a “El manifiesto del Partido comunista” de Carlos Marx y Federico Engels

El espectro de esta obra sobrevuela mi cabeza desde hace más de quince años; y ha llegado ya el momento de prestarle el debido tiempo para su lectura y reseña, importando bien poco que sea un producto atípico a mis gustos, para nada cercanos a la filosofía y a la política, y a la propia sección de este blog, en la que siempre nos hemos decantado por la ficción novelada.

“El manifiesto del Partido comunista”, publicado en 1848, pretendía aglutinar los principios básicos del Comunismo como tal, aunque bien pronto se vio desfasado y eso lo reconoce hasta el propio Engels en varios prólogos escritos a lo largo de cuarenta años y unidos al ejemplar que ha caído en mis manos; quien, además, afirma sin tapujo alguno que nadie se ha atrevido a modificar los asertos de Marx por simple y pura idolatría.

El estilo narrativo al que se recurre en la redacción del “Manifiesto” tiene la misma elegancia que el que se puede encontrar en el manual de instrucciones de un mando a distancia para la televisión. Cuesta creer que se le dotara de un lenguaje tan poco elaborado y reiterativo. Sé perfectamente que se destinó a una masa proletaria sin formación académica, pero no por ello ignorante del todo (para ignorantes, nosotros en la actualidad). Gana intensidad en el último cuarto, apelando más al sentimiento del lector procomunista, hablándole directamente; imbuye entonces a la lectura un cariz más de mitin personal e íntimo, pretendiendo desmentir las acusaciones que la burguesía vertía sobre los comunistas en diversos aspectos económicos, sociales, familiares, nacionales, etc.

Y con este estilo deficitario se comienza a plantear un juego de sombras confusas cuyo eterno perdedor es el propio lector ya que, por un lado, el “Manifiesto” alaba al capitalismo burgués, de creación proletaria, que ha servido para romper las cadenas del servilismo medieval, patriarcal y absolutista, además de configurarse como el motor del desarrollo humano contemporáneo gracias a la industria y la navegación. Sin embargo, y aquí tenemos el revés, el problema al que se enfrenta el proletariado que ha puesto por encima de su cabeza al capitalista burgués, sustituyendo a los nobles medievales en la pirámide social, es que el capitalismo es el enemigo y no busca una economía de subsistencia, sino una fortuna que se incremente exponencialmente a costa de los obreros, a los que encadena a las máquinas. Por si fuera poco, el burgués no oculta su ambición y avaricia inhumanas; y es él quien se condena así mismo al no poder mantener a sus esclavos modernos con unos niveles de calidad de vida satisfactorios.

Cuando se llega a tal aserto es cuando nos encontramos con otro triple salto mortal. Tras defender el próspero cambio social que operó la burguesía, lo tacha de error y aboga por regresar a la época medieval anterior mediante un sistema de comunidad. Y para ello, la lucha proletaria necesita de los medios e instrumentos de poder de la burguesía (por eso la halaga y defiende cuando interesa), para imponer una sola clase social que destruya todos los aseguramientos y seguridades de los demás. Se pretende la abolición de la propiedad y del trabajo para la acumulación del capital y la apropiación, y para ello ha de comenzarse con la prohibición del libre comercio.

Algunos asertos son de pura lógica racional y justa en 1848 y años posteriores, pero no deja, por ello, de ser un compendio de ideales metidos con calzador y de aplicación injustificable en nuestros días.

Así, se nos antoja difícil alcanzar una comunidad si por un lado se defiende la unión y, a un mismo tiempo, se aborrece de dicha unión, acusando de error la eliminación de pequeños territorios medievales y la fundación moderna de estados y la creación de lazos entre naciones. Se pretende, a fin de cuentas, la destrucción del estado capitalista, su atomización, si no se tiene un éxito a nivel nacional, mediante un ataque subversivo y directo a su propia organización. Por ello siempre ha habido un gran interés por parte del Comunismo por el control y seducción de la ideología del funcionariado.

Encontramos dependencia e independencia en los platos de una misma balanza, lo cual constituye, suponemos, el germen de eso que en tiempos recientes se ha venido a denominar como “internacionalismo” y que no terminar de quedar muy claro. Esa "desconexión" la podemos apreciar en la actualidad en los eternos “procesos soberanistas” que cuentan con el apoyo interno y externo de fuerzas neocomunistas. A un nivel superior, pero igualmente ejemplarizante de “independencia nacional”, tenemos la senda tomada por el gobierno de Alexis Tsipras en Grecia, cuya única meta es la de que su país deje de formar parte de la Unión europea, que no es más que una unión de mercaderes y burgueses, la misma contra la que hay que luchar, a la que hay que destruir. ¿Qué clase de comunistas serían en caso contrario? Tsipras no aspira a otra cosa que a cumplir con uno de los postulados más clásicos del “Manifiesto”, eso sí, buscando que expulsen a Grecia para quedar bien de cara a la galería y, tocado con la piel de un león, gritar a los cuatro vientos: “Nos han echado porque no me he arrodillado ante ellos; les he plantado cara a esos capitalistas de mierda”.

No hay nada más comunista que eso. Salir de la unión burguesa y aspirar a formar parte de la unión proletaria (sea cual sea).

Tras todos estos procesos de recuperación de soberanía e independencia que se pretenden, el siguiente paso es, como he adelantado, neutralizar dicha nacionalidad para crear macroestados proletarios o la dependencia entre naciones proletarias al más puro estilo de la URSS, pero claro, este es un pensamiento bastante pueril y decimonónico, muy del momento de Marx y Engels. Dicha idea comparte idéntica raíz que aquella corriente racial por la que se tachaba a todos los pueblos del Asia oriental y de África de ser incivilizados, huecos, inculturizados: una masa, por el mero hecho de que sus ojos fuesen rasgados o su tez negra como el carbón (todos iguales); prueba irrefutable de que el hombre europeo estaba destinado a regir la Tierra. Así es como el “Manifiesto”, a efectos prácticos y siguiendo el mismo pensamiento filosófico, asimila al proletario a un animal ciego, una masa informe, que es incapaz de guiarse, de alzarse en rebelión por sí mismo, si no hay un político comunista cerca de él que le susurre las palabras adecuadas al oído.

El texto del “Manifiesto” cuenta con ciertos apuntes que, como poco, me quebraron las cejas de tanto arquearlas. Algunos están más que desfasados, pero otros parecen estar de rabiosa actualidad. Entre los primeros encontramos una falta de visión a largo plazo, pues Marx y Engels no prevén que los proletarios puedan llegar al punto de trabajar en puestos de trabajo más propios de la burguesía (médicos, abogados, pequeños empresarios, etc.). Probablemente se deba a la fecha de redacción, en la que los puestos del actual tercer sector eran desempeñados por la clase media, razón por la que los partidos de izquierdas actuales, anclados en su pasado glorioso, solo atienden a dos tipos de votantes: el obrero como tal y el funcionario. El primero porque es el arquetípico proletario, la turba, y el segundo porque vertebra el estado a desestabilizar.

Como fanáticos religiosos que son, ningún comunista parece haberse atrevido a modificar ni un ápice de los postulados del “Manifiesto” porque los dictó Marx. Es palabra del Señor, amén. Y si él no pensó nunca que el trabajo de los burgueses lo podrían llevar a cabo los proletarios, no existe tal posibilidad y así les va. Cuestiones de casta.

Me hace especial gracia la mención que se hace a vuela pluma de aquellos individuos de la burguesía económica e intelectual que abrazan la causa proletaria con fervor, no porque crean en ella como tal, sino porque prevén su pronta imposición y, como listos que son, van buscándose un huequecito dentro del nuevo régimen; si es en un puesto alto, tanto mejor. Ejemplos de estos los tenemos a puñados, pero el "Manifiesto" no se pronuncia sobre ellos de forma categórica; no sabemos si los repudia o los recibe con los brazos abiertos.

Por otro lado, y como apunte que ya me partió la ceja irremediablemente, se hace hincapié en las bondades y vilezas del desarrollo tecnológico en el trabajo y la sociedad. Si las primeras permiten una mejor interrelación entre el proletariado, las segundas lo condenan a un sin vivir, con jornadas interminables por el simple hecho de que una máquina haga “más fácil” el trabajo, restándole mérito al humano atrapado en la cadena de montaje o a una computadora en la actualidad, llevando a la eliminación de los horarios (¡CIERTO!), algo de lo que no es culpable la burguesía, sino también los propios usuarios, clientes e, incluso, trabajadores.

He querido dejar para este momento final lo más reprochable de los postulados de Marx y de Engels, que los podemos resumir en los siguientes párrafos (en parte extraídos literalmente del propio texto):

-«El proletariado se valdrá del poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las energías productivas», que tendrá que conseguirse en primer término mediante medidas despóticas, expropiación y control dictatorial de la propiedad y de los individuos, es decir, la dictadura del Pueblo.

-Critica con ferocidad los Socialismos que «tan solo sirven para que la burguesía mantenga la cabeza por encima del agua», «que denostan al proletariado», no viendo otra acción que la política; así como a aquellas corrientes utópicas que pretenden un cambio de forma pacífica, sin recurrir a la revolución y a la guerra civil; “tan solo dando ejemplo”.

Estos dos puntos no necesitan de una lectura introspectiva o profunda. Son bastante claros: criminalización y represión del pensamiento divergente o "errático"; empleo de la fuerza hacia aquellos elementos peligrosos que puedan atentan contra el régimen comunista, el cual "se eleva a los altares" como el sistema que quiere la mayoría social (proletariado), siendo su imposición la consecución de una democracia "real y perfecta", no teniendo cabida ninguna otra corriente ideológica, pues es reaccionaria y antidemocrática. Sobre la aplicación práctica de estas ideas tenemos cuantiosos ejemplos históricos a lo largo del s. XX.

El lenguaje violento que se emplea a la hora de defender una sociedad más justa tan solo tiene cabida en la máxima de que el fin justifica los medios, ya que el Comunismo no solo se prevé como la mejor forma de sociedad, sino también como la única posible.

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