lunes, febrero 01, 2016

Días después de la muerte de David Bowie

Aunque la colección no es muy extensa, podemos
asegurar que en casa nos encanta David Bowie y Queen
El agua posee un comportamiento propio y determinado para cada tipo de situación a la que se vea expuesta. Es algo vivo; mucho más que la simple conjunción de un átomo de oxígeno con dos de hidrógeno, aunque solo apreciable a través de la lente de un potente microscopio.

Otro tanto parece suceder con las lágrimas (al fin y al cabo, ¿acaso no son acuosos y mudos chivatos que desvelan nuestros verdaderos sentimientos?), que se precipitan al vacío, tras recorrer el largo camino de las mejillas con su código interno y secreto. ¿Cuántos tipos de lágrimas puede haber? Tantos como momentos en nuestro transcurso vital; todos ellos imposibles de clasificar de forma objetiva; y que permiten que conozcamos, solo entonces, la verdadera dimensión de nuestro ser interior. Muchas veces basta con una sola frase para comprender que lo que, por ejemplo, acabamos de perder, sí nos importaba o lo echamos en falta.

El pasado 10 de Enero se apagó la llama (pero no la voz) de David Bowie. Me enteré poco más sentarme delante del ordenador, al entrar en Twitter, la mañana del 11. 

Siempre que aparece el nombre propio de un personaje conocido en la columna de trending topic, se desenrosca y libera dentro de nosotros la sombra vaporosa y mustia de una premonición de muerte, como si esta red social tan solo tuviera como función práctica la de servir de muro de esquelas con preaviso para Morta. 

Por un momento, y antes de pinchar en el enlace directo, en mi inocente falta de conocimiento, pensé (quería pensar) que sería una noticia relacionada con su último trabajo, el LP «Black Star», pero en el fondo sabía que lo que se anunciaba sería algo más oscuro y triste. Era obvio si se prestaba la suficiente atención a los dos últimos videoclips que David dejó: no se me pasó desapercibido ese astronauta (¿el mayor Tom? Yo diría que sí) reducido a huesos enjoyados. Poco importó mi escaso tino con el inglés hablado, que tan solo me permitió recoger del suelo de mis pabellones auditivos inconexas frases y mensajes interrumpidos hasta que me llegó directo desde el Reino Unido el compact disc.

Y cuando confirmé mis temores ante el ordenador, no me asombró que una lágrima hiciera tan penoso camino desde mi corazón para brotar por mis ojos y evaporarse al entrar en contacto con el aire.

Me di cuenta de que desde hacía años tan solo escuchaba reiteradamente a David Bowie a través de los altavoces, y fui plenamente consciente de que perdía algo que siempre estuvo ahí, muy lejos, en el territorio de lo desconocido e inalcanzable. Algo que importaba.

Pasan tantas veces estas desgracias… Da lo mismo que hayas sufrido dolores más intensos y cercanos. El dolor siempre nos retuerce y nos domina. Uno nunca se acostumbra.

Cuando falleció Freddie Mercury sentí un vacío menos profundo; cuando sucedió, yo tan solo tenía 10 años. David Bowie me dio el suficiente tiempo para crecer a su sombra y ahora soy un hombre de 35 años.

Así es como respondí a la pregunta de si me gusta más Queen o David Bowie; así de simple.

Uno nunca se acostumbra a la pérdida, pues aprender a vivir con ello no supone haber adquirido rutina alguna. Y es extraño que David Bowie esté ahí, desplegando sus alas y susurrándome al oído: «Soy para ti más de lo que creías. No soy un simple entretenimiento, música de fondo. Tengo mi sitio, pequeño, pero me conformo, pues tú aprecias lo que he hecho en vida y eso me hace inmortal más allá de los discos, los videoclips y los pósters; más allá de Todo. Estoy en tu recuerdo, en los segundos que has dejado escapar junto a mí».

Soy consciente de esta pérdida, de ese hombre, pues ya no me queda ni ápice de ese niño que en 1991 se maravillaba al pulsar el play del radiocasete y escuchar las dos cintas con los Greatets Hits II de Queen; que se atrevió a llevar esa, entonces, pasión infantil por la música que desconocía hasta las aulas (aunque fueran de manualidades) en las que sufría penitencia escolar y que no fue, por el contrario, capaz de defender a Freddie ante los constantes ataques y burlas de ciertos compañeros y la indiferencia de los profesores, que miraban hacia otro lado; todos ellos riéndose de los gorgoritos en falsete del cantante en ciertas piezas y de que «no era más que un maricón sidoso» (éramos críos de colegio católico de la época). Y me avergüenzo hoy día de mi propia cobardía al ir en silencio hasta el aparato, sobre la mesa del profesor, y recuperar la cinta para solo verla girar en la seguridad de mi hogar, tan solo para mí.

Me pregunto si durante estos días habrá otro niño como lo fui yo, que está pasando algo parecido tras la muerte David Bowie, en un mundo en el que esa voz no tiene cabida pues la mediocridad lo ha corroído.

A David (y a Freddie) este mundo se le quedó muy pequeño hace mucho tiempo; y nosotros nos hemos quedado para comprobar que es cierto.

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