miércoles, febrero 24, 2016

Guardia de literatura: reseña a «Cementerio de animales», de Stephen King

Series Plaza & Janés. Éxitos.
Editor: Esplugues de Llobregat, Barcelona 
Plaza & Janés, 1990
Edición: [3ª ed.].
Descripción: 301 p. ; 22 cm.
ISBN: 84-01-32109-3.
Unos meses atrás, treinta y cinco para ser precisos (nunca pensé que transcurriría tanto tiempo), al poner punto y final a la reseña dedicada a la novela «El misterio de Salem's Lot», prometí que la siguiente obra larga del Maestro de Bangor que leería y sobre la que opinaría sería «Cementerio de animales». No sé a santo de qué vino semejante manifestación de compromiso. Solo sabía de su argumento de oídas, un par de líneas, una anécdota, poco más. De entre toda la vasta bibliografía de nuestro querido Stephen, podría haber elegido cualquier otro título de mayor calado y profundidad, pero, al igual que un personaje de ficción que tuviera una vinculación desconocida con los bosques de Ludlow, algo parecía dirigirme, convencerme para que sobrepasara los lindes del pequeño cementerio de animales —de Pet Sematary, donde los niños de la localidad entierran a sus mascotas muertas en un delirante y siniestro ritual— y caminar por el Pequeño Dios Pantano de los Micmacs hasta un cementerio bien diferente.

Antes de abrir las tapas de este libro leí una breve reseña, de menos de diez palabras (algo a lo que el común de los mortales y muchos que se creen con derecho a opinar se están acostumbrando de forma un tanto depravada), en la que se denunciaba que esta obra era muy lenta y que se tardaba una eternidad en ver algo de movimiento. En aquella estuve (una vez más) tentado de actuar sin pensar, dirigiéndome a ese desencantado lector con algo contundente al estilo de: se nota que no has leído mucho de Stephen King; pero callé o, mejor dicho, detuve el avance de mis dedos sobre el teclado: opté por lo más sabio; yo no había leído «Cementerio de animales», así que era mucho mejor, antes de nada, saber de qué estaba tratando antes de discutir sobre lo humano y lo divino.

La novela de King que hoy me ocupa no posee un elenco de personajes muy extenso, es más, se limita exclusivamente a seis individuos de dispares edades y que son vecinos, tan solo separados por una peligrosa carretera que se ha llevado por delante a la buena mitad de los residentes fijos del Pet Sematary: la recién llegada familia Creed-Goldman, con Louis y Rachel a la cabeza, seguidos por sus dos hijos, los pequeños Ellie y Gage; y el anciano matrimonio formado por Jud y Martha Crandall. Y, ciertamente, la trama es bien lenta, con descripciones milimétricas que, en un principio, persiguen algo tan digno como es el crear un fresco familiar y relajado de un matrimonio de ciudad y sus hijos, que recorren medio país para instalarse en Ludlow. La sombra se cierne tranquila, sin prisas, como una tormenta aún demasiado lejana en apariencia y que va empañando y ensuciando el horizonte, amenazando con estallar de repente. En ocasiones, se percibe su presencia inmediata gracias a los inquietantes recuerdos de Jud y su vinculación con el cementerio que se esconde en un punto más allá de Pet Sematary, y a la agónica confesión de Rachel sobre los últimos días de vida y la muerte de su hermana mayor, Zelda.

Todo ello compone una narración que me ha costado bastante tragar y digerir. No era miedo lo que sentía, sino la certeza de estar leyendo un relato demasiado físico acerca del dolor y la negación hacia la Muerte, y en el que me he visto identificado, como en un cristal de espejo hecho de papel, fabricado hace más de treinta años.

Su lectura, en ciertos pasajes, como he querido decir antes, era como tragar lija; pero la acción no avanza casi lo más mínimo hasta que estalla esa tremenda tormenta, cuyo heraldo funesto fue el retorno a la vida del gato de los Creed, torpe, maloliente y siniestro. En vez de huir y buscar cobijo, corremos directos hacia los bosques preñados de oscuridad.

Ésta es, hasta la fecha, la única novela de King que no me he leído de un tirón. La he dejado arrinconada hasta en un par de ocasiones y sin ser capaz de pasar de la misma escena: cuando Louis desentierra a su hijo. Esa descripción extenuante, tan detallada y pausada, que hasta aburre y raya, sin salir de ese pulcro y sereno camposanto, me convenció primero para que dedicara el tiempo a leer una revista de más de cien páginas y, luego, a trasegar la novela «El murciélago», de Jo Nesbø.

En la narración de «Cementerio de animales», la obsesión por luchar contra la Muerte termina convirtiéndose en una estupidez y en llana debilidad, obteniéndose a cambio un fruto podrido. Además, King llega a comparar ciertos episodios de enfermedades terminales con supuestas manifestaciones demoníacas de aquello que habita en el Pequeño Dios Pantano. Y, como ya nos tiene acostumbrados el Maestro, éste vuelve a precipitarse en sus últimas páginas, aún contando con una frase con la que cierra el libro que cae con un pesado mazazo: la tormenta estalla en segundos y desaparece; pasa por encima de nuestras cabezas y deja un gran destrozo a su paso, pero también personajes abandonados y situaciones no resueltas y te formulas demasiadas preguntas a la espera de respuesta por parte de un autor que da por terminada su obra.

Tan solo quedan los jirones de una vieja y sucia cortina colgada sobre una ventana sin cristales.

Conociendo como conozco las circunstancias que llevaron a que esta trama se formara en la mente de King, me imaginaba que me encontraría con una ambientación menos bucólica y más cercana a la que vivió ese joven Stephen, con una máquina de escribir sobre las rodillas, sentado en el cuarto de la lavadora de su caravana, en la que vivió largo tiempo y donde crecieron sus hijos; con ese constante zumbido proveniente de una autopista adyacente, donde tantas mascotas dieron fin a su despreocupada existencia con un marcado dibujo de banda de rodadura sobre sus ensangrentados y reventados vientres.

Me esperaba también algo más coral.

Pero me he encontrado con la que, para mí, es la novela más decepcionante y deprimente del Maestro de Bangor.

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