martes, febrero 09, 2016

¿Tienes voz? Qué suerte la tuya


Posiblemente, que no probablemente, lo más sesudo y socorrido que se ha inventado desde el mando a distancia para el televisor sea el dotar a éste de la opción de “subir” y “bajar”, canal a canal, por entre los presintonizados en el aparato, sublimando el cómodo, extendido y socorrido arte del zapeo entre la inédita sobreabundancia de cadenas y la ausencia dolorosa de programaciones potables.

Hace unos días (noches) me encontraba frente a la no siempre caja tonta, mando firmemente unido a mi garra, con el dedo pulgar hundido hasta el fondo en el botón correspondiente, esperando que hiciera su magia. Los canales fueron pasando en rápida sucesión, la suficiente como para poder realizar una lectura de menos de un segundo de la franja azul de información, pero sin darles tiempo a que se cargaran, huyendo así de patrañas y programas de gustos demasiados alejados a los míos. Fue entonces cuando recalé en una de esas filiales de la TDT, otra cuya única misión es la de justificar su mera existencia con la repetición en bucle de series de televisión y otros productos; un poco de merengue rancio de relleno para no tener que colgar la carta de ajuste, seamos claros.

Una de las series de ficción que cumplen condena en España y en tal módulo de prisión es Blue Bloods. Te la venden con que en EEUU arrasa en el share, pero aquí sirve de borra para noches y tardes en las que no hay otra cosa mejor o peor que poner.

En aquella me topé con un capítulo que no había visto y que estaba ya bastante mediado; pero eso no me impidió averiguar que su razón o motor argumental giraba en torno al efecto y consecuencias de las Redes Sociales, sobre todo desde que el anciano patriarca de la familia Reagan, exdirector del Departamento de Policía de Nueva York, protagonizara un vídeo grabado de forma ilegal en el que daba a entender su opinión respecto a un tema de delincuencia, para el cual tan solo tenía como respuesta el empleo de la “mano dura”. Por supuesto, dicha grabación se convierte en viral y, por si fuera poco, el Twitter entra en escena de forma arrolladora en las aulas del colegio al que asiste su bisnieta.

Un escándalo regocijante en una ciudad de varios millones de personas que, en ocasiones, asemeja más a un pueblo plagado de visillos tras las ventanas.

Se me antojó un argumento digno de los tiempos que corren, con hombres y mujeres esposados a dispositivos tecnológicos, pues estas series de ficción han de ser, en la medida de lo posible, fieles reflejos de las corrientes sociales que perturban el sueño general. Y me pareció curioso su planteamiento, pues se daba a entender que con las RRSS se ha alcanzado la realización de ese derecho del que aún no comprendemos toda su dimensión y extensión, que es el de a tener voz; un derecho a la libre expresión que supera ampliamente los pobres límites del corrillo de amiguetes de siempre.

Pero este derecho a tener voz es falso por inexistente. No es más que una fantasía que se mantiene gracias a que soslaya otros derechos y con la que la plebe más recalcitrante y adulterada, se recrea y se cree libre de “hilos”; pues, si siguiéramos sus dictados al pie de la letra, tan solo seríamos capaces de exportar del mundo virtual al real el bastardo producto que se revuelve y se muestra más propio de una pelea callejera entre skins y rojillos, embozados y porculeros, con cócteles molotov y vallas volando: una guerra civil alimentada a fuego lento y con pizquitas de estupidez, intolerancia y violencia. Un plato riquísimo y de alto standing, vamos.

El derecho a tener voz se ha de identificar siempre con el derecho a presentar tus argumentos, a debatir y a encontrar cauces concertados de solución a los problemas que nos acucian como sociedad. Sin embargo, ese derecho postizo que proclamamos dichosos en las RRSS, como logro supremo de nuestra patética generación (o civilización), no es más que un engendro que crece sin control como un Tetsuo en el estadio olímpico de Neotokio; pues el uso de la palabra para EXPRESAR (no para aullar) una opinión (o cualquier otra cosa) política, religiosa, etc., tan solo obtiene por repuesta el insulto, la burla y el escarnio, el ruido de armas más fáciles de emplear que la razón y la elocuencia. Quien acude al “torneo” con las galas de estos complejos usos se queda solo ante una banda de hooligans o abogados de la Inquisición que le tachan a uno de la lista o permiten vivir según escuchen (lean) lo que quieren o no escuchar. No hay lugar para más, pues salirse de esa norma democutrecrática tan honestamente marxista, pensar diferente, es de fascistas (o calificativo que case más con la ideología de cada cual) y a esos hay que machacarlos, descuartizarlos, pues la turba siempre tiene razón aun cuando se mancha las manos de sangre y mierda.

Poco (nada) importa que la tesis de los hooligans vaya justo en contra de toda lógica razonada, que sea una visión que se desmorona con solo pensar un segundo (por mucho que cueste dedicar a tal aburrimiento tan corto espacio de tiempo), algo de lo que se da perfecta cuenta cualquiera que haya logrado adquirir en su formación algo más de un dedo y medio de frente, pues es una simple barbaridad que se defiende tan solo a través del griterío que entona la ignorancia.

¿Cuántas veces hemos leído o escuchado la opinión de alguien en las RRSS, la cual ha sido respondida, que no refutada, con una febril y violenta fórmula del ¡que se calle la boca!? Pues yo creía que todos poseíamos ese cacareado derecho a tener voz; sin embargo, esta figura legal tan curiosa, al contrario que otros derechos legítimos que terminan cuando comienzan los derechos de los demás, encuentra coto cuando se topa con la obligación de no pensar en un color diferente, de no comulgar algo que vaya en contra de los gritos de unos pocos que suenan como muchos y que se consideran sabios por eso de la sabiduría popular, mas dudo que estos individuos se merezcan estar relacionados con tan antiguo y respetable término.

Quizá la muestra más estúpida y patente de lo que trato de comentar en este artículo, por simple anécdota de éstas que merecen su lugar en el éter por su simpleza, la haya sufrido la presentadora Tania Llasera, quien hace nada ha sido madre de un niño, al que ha querido llamar José Bowie (nacido la misma semana en la que conocíamos del óbito de David Bowie) y el muro de Twitter (y supongo que otro tanto en otras redes), donde esa sabiduría popular y democrática se corre de gusto, se vio inundado por burlas, sandeces e insultos dirigidas a la reciente mamá y, por si no fuera bastante esto, contra el inocente e inconsciente neonato, predeciéndole a éste, con gozo absoluto y salvaje, una vida de constante sufrimiento y sometimiento al bulling en su etapa escolar (Erasmo de Rótterdam estaría más que orgulloso de dedicaros una tesis y su correspondiente elogio). Supongo que a los que habéis llevado el tema a ser trending topic con vuestras becerradas se os pondrá dura como el cemento o el coño se os derretirá riéndoos de un crío recién nacido o de una mujer que tan solo quería recordar a un cantante que, levantando tan solo una ceja, hizo más que todos vosotros en todo vuestro prescindible trasiego por este paciente planeta. 

En fin. Derecho a tener voz que se confunde con la obligación a ser censurado, insultado y acosado; algo que ya comienza a verse en las calles.

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